Qué comer cuando eres intolerante a la lactosa, los cereales, el azúcar…

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¡Compartir es cuidar!

Antes de comenzar es conveniente advertir al lector que puede sentirse confundido por la forma de enfocar este tema. La idea surge de la experiencia personal, y como tal es la redactora (esto es, yo) la principal fuente de información. Pero no se trata sólo de exponer una problemática personal, que para eso están los blogs, sino un problema con el que se enfrentan cada día muchas personas con intolerancias alimenticias de cualquier tipo o alergias. Así que aunque parte de la narración discurra por circunstancias personales, lo dicho puede servir para todos aquellos que viven con limitaciones a la hora de comer.

¿Alergia o intolerancia?

Es importante aclarar la diferencia entre estos dos problemas. Para empezar, la alergia es una reacción del sistema inmune ante algo que considera una amenaza sin serlo. Es un fallo de las barreras defensivas del organismo que puede tener consecuencias muy serias para quien lo padece. El alergeno (o sustancia que desencadena la reacción) es habitualmente una proteína, ante la cual reaccionan los anticuerpos del organismo como si se tratara del más dañino de los patógenos. Entonces libera todo su arsenal contra el supuesto enemigo: congestión nasal, tos, inflamación, urticaria, diarrea, vómitos, dolor… la lista de síntomas puede ser mucho más larga, y según el grado de reacción alérgica puede ir de un molesto moqueo a un serio (y puede que mortal) shock anafiláctico a los pocos minutos de entrar en contacto el causante de la reacción.

En el caso de las intolerancias la cosa no llega a ser tan seria, pero es igualmente preocupante. Aquí no es el sistema inmune el afectado, sino el metabólico. Lo que falla es la capacidad del organismo de procesar y digerir bien algunas sustancias. Por ejemplo, las personas con intolerancia a la lactosa (el azúcar natural de la leche) lo que les pasa es que carecen adecuadamente de una enzima, la lactasa, que es la que rompe esa molécula de azúcar. Las consecuencias entonces son náuseas, vómitos, hinchazón y dolor abdominal, gases, diarrea y también cansancio, dolor en las extremidades, problemas de piel, falta de concentración, alteraciones del sueño, etc. Básicamente, no te mueres si lo tomas, pero en el peor de los casos te sentirás morir.

Historia de una intolerancia

Si alguna “ventaja” tiene ser alérgico, es que la misma enfermedad te hace identificar rápidamente aquello que tu cuerpo rechaza. No se puede ser alérgico a algo que comes y no saberlo. Sin embargo, hay muchas personas con intolerancia alimenticia que no saben exactamente qué es lo que les está produciendo todas esas molestias, y tardan mucho tiempo en reconocer qué es lo que les está perjudicando. Otra veces pasan por un montón de pruebas y análisis y el resultado no siempre es un diagnóstico acertado. Hay un significativo porcentaje de intolerantes al trigo que no son celíacos, pero son diagnosticados como tales.

En mi caso la cosa empieza en la tierna infancia. Era intolerante a la lactosa, pero como por aquel entonces no había otra cosa (y si no de dónde iba a salir el calcio para los huesos, que estaba en edad de crecer), la leche seguía siendo un elemento de obligado consumo. Así que no recuerdo una infancia, ni una adolescencia, ni una juventud sin problemas digestivos, hasta que la leche de soja apareció de forma algo más habitual en los estantes de los supermercados. Eso le dio alivio a los desayunos y solaz a las meriendas. Por lo menos podía mojar las galletas en algo con cierto aire a leche, sólo que sabía a campo (de hecho, como si estuviese masticando un trozo de campo, pero sin vaca). Al final te acostumbras a todo y me acabé acostumbrando a beber zumo de hierbajo. Hoy afortunadamente, al menos en Madrid, no es tan raro encontrar cafeterías que disponen de leche de soja.

Para hacer más llevadera la transición añadía una buena cantidad de azúcar, amparada en la creencia de que tenía el azúcar bajo en sangre y que me mareaba si no tomaba algo dulce a diario. Y era cierto, sólo que no era exactamente como yo creía que era. Era verdad que si no tomaba azúcar me mareaba, pero era la misma reacción que tiene un yonqui en busca de su dosis. El organismo estaba tan acostumbrado a la energía fácil que todo él gritaba reclamando una razón para no currar (metabólicamente hablando).

No vi “Super size me” hasta algunos años después, gracias a lo cual pude entender con más claridad lo que le estaba pasando al organismo. Por aquel entonces, simplemente, veía que cada vez tenía más necesidad de azúcar, que estaba cansada todo el tiempo y que me costaba descansar, además de pasarlo mal a diario con el vientre inflamado y dolorido. Hasta tal punto (esto ya son intimidades, pero vaya la confesión en pro de la ciencia) de llevar camisas y jerseys largos y anchos para poder llevar el botón de los pantalones desabrochado. No porque no me cerraran, sino porque la más mínima presión sobre la barriga me causaba un dolor y un malestar difíciles de describir.

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Llegué a estar tan cansada, tan agotada, que sentía que me dormía sobre el teclado, y a veces tenía que ir al baño, encerrarme y tratar de cerrar los ojos un momento, sin que eso sirviese de nada. Lo único que logró cambiar aquello fueron dos decisiones radicales: dejar de tomar azúcar y hacer caso de un médico.

Lo primero, dejar de tomar azúcar, requirió una semana de desintoxicación para poder dejar de sentir el “mono” de azúcar. Una semana con mareos, dolor de cabeza, irritabilidad, mal humor, náuseas y unas ganas de invadir Polonia… Una semana. Después todo se pasó: la supuesta hipoglucemia, los mareos, la necesidad de azúcar… pero reconozco que nunca he tenido tantas ganas de matar a alguien que cuando estaba de parto y alguien me hablaba del milagro de la vida y lo hermoso que es ser madre.

Médicos y médicos

Lo segundo fue más duro. Al principio achacaba el cansancio extremo al frío invierno, luego a la astenia primaveral, pero cuando empezaron a discurrir estaciones sin cambios fui al médico. Lo primero que me hicieron fue la prueba del aliento, para ver si tenía helicobácter pylori. Una bacteria intestinal presente en buena parte de la población (se calcula que casi dos tercios de la población mundial la tienen) pero que no siempre da problemas; pero cuando los da la cosa se pone seria, porque prácticamente se come (literalmente) el estómago. Es causante de úlceras sangrantes y cáncer gástrico entre otras cosas.

El análisis dio positivo, así que comencé un tratamiento de 10 días con tres tipos de antibiótico a la vez, porque por lo visto la bacteria es un mal bicho y hay que usar artillería pesada para acabar con ella. Los 5 últimos días del tratamiento me los pasé sin poder salir de casa. Tuve que aguantar las coñas de mi hija llevándome hasta la puerta del baño como a una abuelilla porque el cóctel de pastillas me causaba vértigos tales, que de haber estado alguna vez en un barco en plena marejada creo que me habría sentido igual.

Finalmente fui declarada “zona libre de bacteria”. Durante un tiempo, apenas un mes, las digestiones mejoraron, pero luego volvió todo al punto de inicio. Me hice las pruebas de la intolerancia al gluten y también dieron negativas. En los análisis de sangre y orina no se veía nada. Agotadas las opciones más plausibles, cuando mencionaron la palabra “gastroscopia” busqué otro médico.

En esta ocasión, después de contar todos los síntomas y pruebas que me habían hecho el médico me dio una lista y me dijo, prueba tres meses a no comer nada de lo que pone aquí, y si te va bien, hazlo de por vida. La lista de prohibiciones era descorazonadora:

  • Nada de azúcar
  • Nada de lácteos, salvo ocasionalmente de cabra
  • Nada de cereales (salvo arroz, quinoa, amaranto y trigo sarraceno)
  • Nada de bebidas carbonatadas
  • Nada de fritos
  • Nada de carnes rojas
  • Nada de café
  • Limitar el resto de las carnes (salvo el jamón serrano)

Vale lo del azúcar y los lácteos, total ya lo estaba haciendo, pero ¡¡los cereales!! Eso eliminaba de un plumazo bocatas, sandwiches, macarrones, pizza, la mayoría de las tapas de los bares, el helado, las palmeras de chocolate, ¡¡el chocolate!!, los mantecados de Navidad, el bizcocho de mi tía, las galletas (¡¡las campurrianas!!)... Y además, ¡¡¡qué cojo*** era la quinoa!!!, ¿y el amaranto? Bueno, sólo era un trimestre, y tampoco tenía nada que perder, así que me armé de paciencia y me dispuse a pasar tres meses de restricciones. Al día siguiente, a la hora del desayuno, lloraba sobre mi leche de soja sin galletas. Ahora que no me oye mi médico, confieso que lo único en lo que no le he hecho caso es en lo del café, la cerveza y algunas patatas fritas muy de vez en cuando.

Un problema de alimentación que se convierte en un problema económico

En más de una ocasión me he planteado qué pasaría si no tuviera los medios económicos para mantener mi dieta. ¿Qué sería de un indigente celíaco? (que seguro que los hay). Y me llevo las manos a la cabeza pensando en lo barato que sale comer mal, independientemente de que se tenga algún problema digestivo añadido.

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El caso es que pasaron los tres meses y no sólo me fue bien, es que ¡¡estaba bien!! Desapareció la inflamación, el dolor, el malestar, el botón desabrochado, el cansancio permanente, el sueño a todas horas. Todo. Así que seguí hasta la fecha, y de eso hace dos años. Pero eso supuso un cambio muy drástico en la forma de alimentarme y un presupuesto algo mayor en comida. Y ni que decir tiene que sin hacer nada más perdí 7 kilos.

Por lo pronto la leche de soja, arroz, almendras, etc. como alternativas a la leche de vaca sale más cara. Si la leche de vaca puede costar entre 0,40 € y 1 € (las marcas blancas salen habitualmente muy baratas, y existen leches de soja “eco” con un precio superior a los 2 €), la leche de soja ronda entre los 1,20 € y los 1,90 € aproximadamente. Si nos vamos a las leches de arroz, avellana, quinoa, almendras u otras, suelen superar los 2€. También están las leches sin lactosa, que salen algo más caras que las normales y un poquito más baratas de las de soja, pero en mi caso directamente nos acostumbramos todos en casa a la soja y eso es lo que hay.

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De las leches de soja hay que hacer un paréntesis. Para hacerla más agradable al consumidor y minimizar el sabor a rastrojo seco, se le suele añadir algún tipo de endulzante: fructosa, azúcar, edulcorante… No mucho, pero lleva. Existen un par de marcas que no llevan nada de azúcar añadido, ¿adivina a qué sabe? Pero como decía antes, a todo se acostumbra uno.

En cuanto a la ingesta de hidratos de carbono, la prohibición de cereales dejaba en mi caso las opciones bastante limitadas. Una opción era acudir a los estantes de productos para celíacos, aunque la mayor parte de los productos sin gluten contienen maíz o harina de maíz. La marca Gallo tiene (aunque no disponible en todos los comercios) pasta elaborada exclusivamente con harina de arroz). Hablamos en principio de los productos que se pueden encontrar en un supermercado o en un hipermercado. Los productos específicos que se venden en tiendas “eco” o dietéticas salen bastante más caros. En cualquier caso, tanto si es por gusto o porque no hay más remedio, los productos específicos para intolerancias aumentan significativamente el presupuesto de las familias.

Según un informe de 2014 de la Federación de Asociaciones de Celíacos de España, existe una diferencia sustancial de precios entre los productos con y sin gluten. Aquí mostramos algunos ejemplos con precios expresados en €/Kg.

  • Barritas de cerreales
    • Con: 8,34
    • Sin: 34,63
    • Diferencia: 26,29
  • Base de pizza
    • Con: 3,57
    • Sin: 11,99
    • Diferencia: 8,42
  • Cereales Corn Flakes
    • Con: 3,60
    • Sin: 8,97
    • Diferencia: 5,37
  • Empanadillas
    • Con: 4,18
    • Sin: 16,40
    • Diferencia: 12,23
  • Magdalenas
    • Con: 2,40
    • Sin: 14,66
    • Diferencia: 12,26
  • Cerveza
    • Con: 2,36
    • Sin: 4,95
    • Diferencia: 2,59
  • Pan de molde
    • Con: 2,24
    • Sin: 9,99
    • Diferencia: 7,75
  • Pan tostado
    • Con: 3,11
    • Sin: 17,66
    • Diferencia: 14,54
  • Macarrones
    • Con: 1,18
    • Sin: 6,71
    • Diferencia: 5,53
  • Pizza congelada
    • Con: 4,97
    • Sin: 11,23
    • Diferencia: 6,26
  • Filete de cerdo adobado
    • Con: 7,14
    • Sin: 10,31
    • Diferencia: 3,17
  • Chorizo
    • Con: 8,89
    • Sin: 11,05
    • Diferencia: 2,16

En el caso de los celíacos, productos considerados como básicos para una alimentación equilibrada (pan y pasta por citar algunos) añaden a la enfermedad un gravamen económico desproporcionado, máxime cuando es un régimen obligado y estricto de por vida. Según este mismo informe, el incremento anual en la cesta de la compra de un celíaco es del 315,17% (unos 1.586,40 euros más al año) sobre una persona que no tenga esa restricción.

Dado que en mi caso el maíz está prohibido, las posibilidades de obtener algo válido dentro de los productos para celíacos se limita bastante, y acudir a los productos de tiendas especializadas es un suicidio económico para hacer una alimentación diaria de larga duración.

Opciones

Para ser totalmente claros, para que la cesta de la compra no sea un problema, una de las cosas que hay que asumir es que buena parte de los alimentos que habitualmente se tomaban elaborados, habrá que elaborarlos en casa, sustituyendo los productos prohibidos por otros “autorizados”. Una posibilidad es usar harina de arroz, pero como en los casos anteriores, los precios pueden llegar a ser extremadamente variables y altos. De las que se puedan encontrar en hipermercado existen harinas de arroz integral bio entre 2,45 € y 4,59 € los 500g. Sin embargo en Mercadona, bajo la marca Hacendado se venden los 500 g de harina de arroz (si integral, ni bios, ni ecos) por 0,99 €.

Una de las características de mi lista negra de cereales es que mayoritariamente tienen gluten. Esa es una de las razones por la que la mayoría de productos de panadería y pastelería se hacen con estas harinas, porque les da esponjosidad y jugosidad. Si alguna vez quieres probar, compra un pan para celíacos y verás a qué nos referimos. La textura es tan seca, que sientes que ese trozo de pan te absorberá todos los fluidos del cuerpo y te dejará más seco que una momia. No esperes que el sabor y la textura de un bizcocho o pan de arroz se parezca a lo que ya conoces, pero es comestible y si te acostumbras ya tienes todo el trabajo hecho. La harina de arroz, por ejemplo, se puede usar para hacer tortitas, bizcochos, masa de pizza, enharinados para frituras, etc. Recetas en Internet hay para dar y tomar. También hay máquinas como la Thermomix que se pueden programar para hacer harina de arroz.

En la zona de “productos del mundo” de los hipermercados se pueden encontrar a un precio no muy extravagante obleas de arroz para hacer rollitos de primavera o cualquier variación que nazca de una mente imaginativa. También noodles y fideos de arroz, con lo cual es más fácil recuperar la esperanza en el mundo.

Otra posibilidad son los cereales de arroz inflados tipo Rice Krispies. En la oferta “Eco” se venden bolsas de 125g (con o sin miel) por precios que van desde los 5,11 € a los 1,12 €. Luego están los que venden los fabricantes tradicionales de cereales, generalmente chocolateados o con azúcar. De momento, uno de los que he encontrado que sólo tienen arroz inflado (porque los hay elaborados a base de harina de arroz, en ocasiones mezclada con otras harinas como la de maíz) y una menor cantidad de azúcar (8g de azúcar por cada 100 g de cereales) son los Rice Krispies de Kellogs. La caja de 375g se vende aproximadamente por 2,84€, aunque según el comercio puede subir de precio. Aunque no todas las grandes superficies lo venden, y casi ninguna de las pequeñas.

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En el caso de las leches de soja, una posibilidad que sale mucho más económica a la larga es fabricarla uno mismo. Se trata de robots de cocina diseñados específicamente para hacer automáticamente todos los procesos de su fabricación, desde el triturado al filtrado, incluyendo los momentos en que hay que calentar el brebaje a una temperatura determinada. Estas máquinas pueden costar unos 150 € y se pueden usar también para hacer bebidas de arroz, avellanas, almendras, etc. El proceso dura unos 15 minutos y tiene capacidad para 1,3 litros. Eso supone que si en una casa se consume un litro diario, habría que usar la máquina todos los días.

Por qué se producen las intolerancias

En el caso de la intolerancia a la lactosa se ha comprobado, a pesar de lo difundido del consumo de lácteos, que la padece aproximadamente un 75% de la población mundial. De hecho, lo natural es que el organismo humano fabrique lactasa para digerir la lactosa hasta una edad determinada, coincidente con el fin de la lactancia. A partir de ese momento deja de producirse porque ya no es necesaria. Así que las personas que toleran bien la lactosa, fundamentalmente concentradas en el norte de Europa, lo hacen gracias a una mutación genética que permite que la lactasa se siga produciendo más allá de la infancia. Visto desde ese punto de vista, lo normal es tener cierto grado de intolerancia a la lactosa, y sería erróneo considerarlo como una enfermedad. Pero sí como un problema si la mayoría de los alimentos procesados contienen leche o derivados (o almidones y harinas), por lo que casi que hay que ir a la compra con una lupa para leer bien la composición de cada cosa que vamos a comer.

En cuanto al trigo, por citar un ejemplo, se calcula que actualmente el 40% de la población mundial tiene algún tipo de intolerancia o alergia al trigo. Una cifra que curiosamente ha ido creciendo en los últimos años, por lo que cada vez es más frecuente encontrar casos de personas a las que la ingesta de trigo les sienta mal. No deben confundirse las intolerancias al trigo con la enfermedad celíaca. Un intolerante puede dar negativo en el test de tolerancia al gluten, pero mejorar sustancialmente los síntomas si se le retira el trigo de la alimentación. Según especialistas médicos existe lo que se conoce como Intolerancia por mecanismos inmunológicos celulares, causante de una gran parte de las intolerancias a este cereal, que producen la liberación al organismo de histamina. Esto causa inflamación, dolor de cabeza, síntomas digestivos, dolores musculares y cansancio. No se conoce la causa, pero sí la cura: dejar de comer trigo.

Los investigadores consideran que la causa fundamental de las intolerancias está en la acumulación en el organismo de determinados componentes de los alimentos que no llegan a asimilarse bien por el metabolismo. Esto acaba causando una respuesta inflamatoria que cursa con un cuadro de síntomas nada liviano:

  • Distensión abdominal, gases, diarrea o estreñimiento, dolor abdominal, etc.
  • Acné, urticaria, picor, psoriasis, etc.
  • Dolor de cabeza, mareo, vértigo, fatiga.
  • Obesidad o sobrepeso.
  • Cansancio, dolores articulares, artritis, artrosis, fibromialgia.
  • Asma, rinitis, dificultad respirtatoria, etc.
  • Ansiedad, letargia, depresión, hiperactividad en niños.

Los test de intolerancia alimenticia pueden arrojar luz rápido sobre los alimentos causantes de nuestros problemas y su grado de afectación, pero también es posible llegar a conclusiones similares observándonos a nosotros mismos y la reacción de nuestro organismo ante la ingesta de determinados alimentos.

Entre las causas que se barajan están los defectos metabólicos (sería el caso de la intolerancia a la lactosa y la celiaquía), pero la gran mayoría son de causa desconocida, aunque en ocasiones vinculadas a aditivos alimentarios, la contaminación o a algunas levaduras.

En cualquier caso la buena noticia es que para dejar de sufrir los síntomas basta dejar de tomar ese alimento y que, como ya hemos mencionado, a todo se acostumbra uno. Por si te sirve de consuelo, una vez que el cuerpo se acostumbra a sentirse bien después de pasar, al menos tres meses, sin comer nada que le perjudique, la sola idea volver a sentir dolor o cansancio es motivo suficiente para no tener ganas de sucumbir, ni siquiera ante la pizza más apetecible o el pastel más dulce.

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